La mala fama. La Malinche es una traidora al pueblo de México. Una zorra india que se enculó con un conquistador barbudo y, por él, traicionó y esclavizó a todo su pueblo. Una perra que vendió a su pueblo por la atención de un hombre. Lisura de hembra, recónditos hoyuelos por donde Hernán Cortés metió los dedos, la lengua y la verga, escribiría Carlos Fuentes siglos después. Pero todos sabemos que la historia no es un cuento de Disney, que las femme fatales existen sobre todo en las fantasías más evidentes de todos los niños, los jóvenes y los hombres. Que las dalilas, las salomés, las malinches de la historia son menos mujeres reales y más fantasías masculinas proyectadas sobre la realidad. Pero por mucho que algunos sepan que la mala fama de la Malinche no es merecida, aún así muy poca gente sabe qué onda con esta mujer, uno de los personajes más poderosos, enigmáticos y fascinantes de la historia universal: Malintzin.
Sus múltiples nombres. Como todo persona venerable que ha viajado y que es conocida en muchas comunidades, Malintzin tiene muchos nombres. Los españoles la llamaban Doña Marina, los libros de texto la conocen como La Malinche, su nombre de origen era Malinalli (hierba en nahuatl), Hernán Cortés en sus crónicas la llama «la lengua» (se pregunta uno si el caballero conocía algunas capacidades adicionales de esa lengua).
De mano en mano. Malintzin nació en una pequeña ciudad tributaria del imperio azteca ubicada en lo que hoy es Tabasco. Cuando era una niña, cambió de manos por primera vez: su familia o su comunidad de etnia nahua la entregaron como propiedad o como botín de guerra a una facción rival maya. Siendo nahua, Malintzin vivió entre los mayas durante algunos años, hasta que, tras una sangrienta batalla, fue bañada, embellecida y ricamente vestida para ser entregada por la facción perdedora a la facción ganadora. Así fue como Malintzin llegó a manos de los españoles. Se acercaba en su vida el momento en que su suerte iba a cambiar. Pero la noche siempre aprieta antes del amanecer.
Entregada. Malintzin fue dada a los españoles con otras veinte muchachas, probablemente todas entre sus trece y sus veinte años. Chiquillas, sí, pero mujeres hechas y derechas en una época en la que la edad de consentimiento no existía ni como idea, ni como fantasía, ni como ocurrencia. Además, entre los invasores no había mucho tiempo para consideraciones morales respecto a la edad. En tiempo guerra cualquier hoyo es trinchera dice el dicho y esto los españoles lo sabían bien, así que aceptaron gustosos el botín o tributo de guerra o como queramos llamarle y a por él muchachos. Cortés cuenta en sus memorias que repartió a las veinte damiselas entre sus esforzados capitanes (así les llama siempre el conquistador, y no podemos negar, que algo tenía de cierto). Aunque lo más probable es que se las hayan repartido entre todos de manera más o menos democrática tras lo que se infiere fue una intensa y muy acalorada sesión de debate para ver quién se quedaba con el hoyito más sabroso de todos. En ese punto el súper poder traductor de Malintzin todavía no se descubría, aunque su indomable belleza no pasó desapercibida. Cortés la dio a uno de los capitanes más reconocidos de la expedición, un noble llamado Alonso Hernández Portocarrero, cuyo nombre todavía hoy figura en algunas calles de nuestro México moderno, mientras que el de Malintzin no aparece por ningún lado.
Bautizada y violada. El pasado ha sido brutal con las mujeres y es fascinante vivir en un tiempo de la historia en el que la totalidad del orden heteropatriarcal que fue pilar básico de nuestro pasado se está tambaleando y la historia puede verse con otro prisma, el de la historia de las mujeres (women’s history en las academias angloparlantes, que encabezan el movimiento). Como sea, uno se pregunta si acaso no es injusto aplicar conceptos del presente para juzgar el pasado. Si acaso se puede hablar de violación en una época en la que las mujeres eran básicamente propiedad de sus maridos, en la que el consentimiento no existía ni como una broma y en la que la gente se mataba a cuchilladas y cualquier altercado podía terminar en una buena herida, en un tajo limpio hecho de una vez y para siempre, en un duelo o en un asesinato. En este mundo violento las cosas eran distintas, los valores eran otros, las ideas que rondaban por las cabezas de nuestros ancestros eran otras. En la época de Cortés, por ejemplo, la moralidad de la Iglesia no permitía que los cristianos tuviesen coito con mujeres fuera de la fe, es decir, no podías follar con paganas. Y en aquella época presumir de ser buen cristiano, observante de las normas era un argumento poderoso para obtener privilegios, perdones y evitar acusaciones de herejía, cosa común en la época y cosa común hoy en día, solo que hoy la acusación tiene otro nombre, los argumentos para controlar a la gente son de otra índole, y quien censura no es la Iglesia sino otros tipos de poderes. El punto es que para poder hacer su gusto, apenas recibir a las princesas (recordamos que así les llama Cortés en algún momento, el muy descarado), los españoles las mandaron a bautizar. Valdría la pena detenerse a preguntarse si las muchachas recibieron catequismo o si de perdida sabían rezar un padrenuestro cuando fueron bautizadas como buenas cristianas, aunque lo más probable es que no. Una vez bautizadas, se infiere que los capitanes españoles dieron rienda suelta a sus más bajos impulsos diría la nota roja e inmediatamente procedieron a tomarlas como se tomaba a las prisioneras en una era de nuestra historia cuando la esclavitud existía en casi todo el mundo. Las tomaron como a esclavas. Las tomaron con fuerza, con ven acá que te hago una rienda con tu pelo, te echo la cabeza para atrás y te empotro como a una perra, mientras te recuerdo al oído lo rica y sabrosa que estás y lo malvada y sucia que eres. O algo así.
Llega su momento. Tras el dramático giro en su existencia, Malintzin se adaptó rápidamente a las circunstancias. Un buen día la carabela donde viajaba atracó en alguna playa del Golfo de México, la delegación diplomática española puso pie en tierra y mandó a su intérprete a traducir. El intérprete no pudo. Por más que trató de comprender las palabras de la contraparte, no las entendió, no pudo descifrar sus sonidos, entender su significado. La expedición había cruzado, sin saberlo, la frontera entre el mundo maya y el mundo nahua. Su intérprete, un español que había vivido como esclavo entre los mayas, se declaró incapaz de traducir. Ante la frustración de los capitanes Malintzin vio la oportunidad de brillar y dio un paso al frente diciendo, en perfecto maya, yo puedo ayudar, yo entiendo lo que dice. Y en ese momento, el destino de Malintzin cambió para siempre y, con él, el destino de esta parte del mundo.
Estas son algunas notas muy preliminares de otro libro que estoy escribiendo. Es un libro sobre lo que comúnmente se conoce como la Conquista de México, uno de los momentos más increíbles y menos conocidos de la historia universal, una crónica digna de una serie de televisión de quince temporadas, habitada por los personajes más diversos y los sucesos más inusitados. Una verdadera delicia para ser contada. El working title del libro es El encuentro de dos mundos: el año de 1519, lo que casi nadie sabe.